Antonio Gramsci y la praxis política en la teoría materialista de la historia
En conmemoración por los 84 años de su fallecimiento

Antonio Gramsci es uno de los teóricos más relevantes de la historia del marxismo – es, también, uno de los más incomprendidos. Izquierdistas autoproclamados heterodoxos de todas las latitudes han hecho del “neogramcismo” su bandera, encontrando en el revolucionario sardo un símbolo de la ruptura con el socialismo real, el marxismo-leninismo y la teoría materialista de la historia. Quizá la figura más conocida en esta tendencia intelectual haya sido el argentino Ernesto Laclau, quien volvió a poner de moda en el mainstream académico un concepto clave como el de hegemonía.

Laclau definía su neogramscismo como “posmarxista”, habiendo abandonado por completo el materialismo histórico y dialéctico, y concebía la realidad social como un constructo fundamentalmente discursivo, inestable y radicalmente contingente, en el que las distintas fuerzas descontentas con el presente arreglo social podían, mediante la elaboración de ideas fuerza y consignas altamente porosas, integrarse en una fuerza política capaz de disputar el sentido común de la sociedad a los poderes fácticos (es decir, la hegemonía). Aquí, la conquista del socialismo y el comunismo cedían lugar a una “democracia radical”, en la que cada ámbito de la vida social quedaba abierto a la deliberación democrática para reconfigurar el orden establecido.

Pero hay que diferenciar a Laclau, así como a otros autoproclamados “neogramscianos” y seguidores de Gramsci (ya sean “posmarxistas” o “marxistas heterodoxos”), del hombre mismo. Pues, aunque haya muchos que busquen desacoplar a Gramsci y su pensamiento del marxismo-leninismo, su esfuerzo no puede comprenderse si no es como el intento de un comunista, comprometido con el espíritu revolucionario de la Revolución de Octubre, de llevar la teoría marxista a territorios que previamente habían permanecido inexplorados. Y es que, si el triunfo bolchevique había capturado la imaginación y las esperanzas de Gramsci y toda una generación de revolucionarios occidentales, la realidad de la Europa posterior a la Primera Guerra Mundial los forzó a confrontarse con el fracaso y el ascenso de la reacción.

Gramsci el bolchevique

Una de las cosas que fascinan de Gramsci es la medida en que resalta el papel de la subjetividad y la voluntad política por sobre la inercia implacable de las relaciones de producción y las fuerzas productivas. Existen quienes piensan que la construcción del socialismo y la emancipación tiene más que ver con la voluntad de los seres humanos que con la creación de ciertas condiciones materiales que lo hagan posible; sin embargo, hay que entender el peso que Gramsci le da a la dimensión subjetiva de la política en su contexto.

El triunfo bolchevique en Rusia representaba para él “la rebelión contra El Capital de Marx”, en la medida en que encarnaba el triunfo de un marxismo (el de Lenin) que pasaba a comprenderse fundamentalmente como “análisis concreto de la situación concreta” con miras a la organización estratégica de la acción política, por sobre la ortodoxia positivista de la Segunda Internacional, que se aferraba a un modelo lineal y evolucionista de la historia, en el que los países atrasados debían imitar en gran medida la historia de occidente (debiendo pasar necesariamente por el capitalismo industrial y la formación de la democracia liberal antes de intentar una revolución socialista) antes de hacer la suya propia. Los socialdemócratas de la Segunda Internacional se echaban las manos a la cabeza frente a los acontecimientos en Rusia, donde las masas populares –mayoritariamente campesinas—llevaron a cabo la primera revolución socialista exitosa del siglo XX.

Estos acontecimientos marcarían profundamente a un socialista como Gramsci, cuya patria formaba parte de la periferia meridional europea. No obstante, nada de esto implicaba una comprensión voluntarista de la política: por el contrario, el comunista italiano comprendía perfectamente que la posibilidad de los rusos de crear una sociedad socialista se anclaba en la disponibilidad de recursos técnico-científicos avanzados en otras partes del mundo, que podían ser implementados por los comunistas para desarrollar sus fuerzas productivas sin tener que entregar las riendas del gobierno a la burguesía.

El énfasis en la organización y la voluntad revolucionarias no implicaba una desconsideración de las condiciones objetivas que las constreñían; por el contrario, la consideración de dichas condiciones debía dar lugar a una forma de acción colectiva que encontrase en el presente una oportunidad para hacer historia, sin aplicar esquemas abstractos ajenos a la singularidad del contexto. Si Gramsci destacaba el peso de la agencia humana fue siempre desde las coordenadas del leninismo, que veía como un materialismo verdaderamente dialéctico, que marcaba distancia con un materialismo mecanicista, tan nocivo para la teoría revolucionaria como el idealismo de corte voluntarista.

Sociedad civil, hegemonía y bloque histórico

Ahora bien, el contexto al que tendrían que enfrentarse los comunistas italianos sería muy diferente del ruso. Con el auge del fascismo, Gramsci, que había pasado a ser cabeza del PCI y había sido elegido diputado, sería puesto en prisión, y permanecería ahí prácticamente hasta el final de su corta vida. Sería ahí donde elaboraría el grueso de sus escritos teóricos, reunidos en el famoso tomo conocido como Los cuadernos de la cárcel.

En sus escritos de esta etapa de su vida Gramsci, toca un sinfín de temas de gran relevancia, desde historia y economía hasta política y filosofía, pasando por educación y cultura. Sin embargo, si hay un eje que articula este disperso compendio este será la problemática de la derrota del socialismo en Europa (en particular, en Italia): ¿por qué los vientos de cambio venidos de oriente habían terminado de evaporándose? Y, ¿por qué la reacción burguesa había logrado afianzarse ahí donde el socialismo y la clase trabajadora no lo habían logrado? Es de esta preocupación fundamental que surge el interés de Gramsci por la cuestión de la hegemonía.

A su juicio, no podía comprenderse el dominio de la clase capitalista sobre el conjunto de la sociedad si se le reducía exclusivamente a una forma de coerción violenta (política o económica); por el contrario, el poderío de esta debía pensarse como una articulación de fuerza coercitiva y persuasión. La primera correspondería con lo que Gramsci llamaba la “sociedad política”: los aparatos estrictamente coercitivos del Estado, como el aparato jurídico, las fuerzas armadas, la policía, etc.; sin embargo, la segunda correspondería con la “sociedad civil”, que era más bien el espacio del consenso y la persuasión, donde se producían las creencias, valores y normas compartidos por los distintos miembros de una sociedad: el ámbito familiar, las instituciones educativas y religiosas, los medios de comunicación, sindicatos y gremios, etc.

Fue para pensar la formación de este “sentido común” sociocultural que Gramsci recuperó y expandió el concepto leninista de hegemonía, que pasaría a referirse al dominio político de una clase social (la burguesía), anclado en su pacto con otras clases sociales (como la pequeña burguesía) y su control indisputado del campo cultural, haciendo de sus intereses y su visión del mundo particulares un sentido común. Desde su punto de vista, habría sido esta forma de control hegemónico, y no su poder coercitivo, lo que le habría permitido a la burguesía doblegar a las fuerzas progresistas del continente y afianzar su dominio.

Serían estas elaboraciones teóricas las que llevarían a Gramsci a interesarse por campos que la teoría marxista típicamente había relegado a un lugar más marginal, como la cultura, la tradición y la fe de las clases populares. Desde su punto de vista, el triunfo bolchevique en Rusia, tal y como se había dado en el contexto de guerra, solo había sido posible porque las élites aristocráticas y burguesas no habían logrado consolidar una hegemonía, y eso le había permitido a Lenin y su partido vencer en una guerra de maniobras (básicamente, derrotarlos en una confrontación abierta en el período de la Guerra Civil Rusa).

En cambio, ahí donde la hegemonía de la burguesía y sus aliados estaba afianzada, la única forma de arrebatarle el poder político y transformar las relaciones de producción era a través de la formación de un “bloque histórico” de carácter “nacional-popular”: con el proletariado a la cabeza, debía formarse una alianza de las clases populares o subalternas (campesinos pobres y medios, capas progresistas de la pequeña burguesía, y, en un contexto como el Latinoamericano, los pueblos indígenas) que, cohesionada por una cultura progresista y popular (por una nueva filosofía y una nueva moral, nuevas expresiones artísticas y literarias, y una nueva espiritualidad que articulasen en clave revolucionaria las experiencias del pueblo) pudiera transformarse en una fuerza contrahegemónica, presta a disputar a la burguesía el sentido común de la sociedad en una “guerra de posiciones”, interviniendo políticamente y fracturando, finalmente, el control capitalista de los medios de producción.

Un buen ejemplo reciente de cómo el afianzamiento de esta hegemonía popular no solo puede ganar la disputa ideológica a la burguesía, sino además garantizar la vitalidad de un proceso revolucionario, es la reciente victoria del MAS en Bolivia tras el golpe de Estado contra Evo Morales en el año 2019: a pesar de la trágica derrota política, las fuerzas de la reacción no pudieron terminar de imponerse en la sociedad boliviana, pues los cambios profundos en la cultura nacional que realizara el MAS durante sus años en el poder, le habían ganado el masivo apoyo de un pueblo heterogéneo pero ideológicamente favorable a su proyecto político. Por eso, eventualmente los golpistas no tuvieron más opción que dejar de aplazar las elecciones y aceptar su derrota y el retorno al poder de sus enemigos.

Por supuesto, el golpe contra Morales también deja la lección de que una victoria en la guerra de posiciones no garantiza la continuidad ininterrumpida de la revolución; también es necesario estar preparados para ganar en la guerra de maniobras, para defender por las armas la transformación de la sociedad cuando los reaccionarios lo hacen necesario. No obstante, queda claro que el pensamiento de Antonio Gramsci, lejos de implicar una ruptura con el marxismo-leninismo, representa un desarrollo crucial, verdaderamente dialéctico, de la teoría materialista de la historia, de gran importancia para pensar el contexto de las democracias burguesas contemporáneas.