Ante un fenómeno nuevo y altamente disruptivo, como es la actual pandemia, que ha alterado sustancialmente el estilo de vida de toda la humanidad en tan solo unos meses, es natural que se construyan explicaciones informales sobre lo que estamos viviendo. Son intentos de reducir la incertidumbre. En nuestro país, aquel sentido común tiene algunos elementos distinguibles.
Escuchamos con recurrencia que la crisis tiene su origen en un virus invisible frente al que nos encontramos en guerra. Esa guerra, se añade, nos ha permitido notar los diversos problemas que ya padecíamos, sobre todo en materia de salud. Se suma a lo anterior la certeza de que la vida no volverá a ser la misma que conocíamos, que esta pandemia es un punto de inflexión.
¿Pero en qué consiste propiamente esta crisis? ¿Es factible decir que el virus es la causa? ¿Qué es lo que nos permite ver de la sociedad en la que vivimos, que antes no era tan evidente? ¿Qué podríamos esperar en el corto plazo? El papel del análisis científico consiste en ir más allá de los sentidos comunes. Su aporte es superficial o nulo si solo suma datos estilizados a lo que ya se creía cierto o si se deja ganar por el imperativo técnico de proponer políticas sin haber entendido los fenómenos.
A continuación, realizaré un análisis de las bases sociales de esta crisis y mostraré, a partir de considerar aspectos como la salud, el empleo y la alimentación, cómo queda en evidencia que la principal causa de la crisis la encontramos en la forma capitalista de organizar la sociedad. Esta conclusión, que podría parecer dogmática, se encuentra lejos de ser una consigna: es el resultado de un estudio atento de los hechos que todos vivimos.
Mi expectativa es que saquemos aprendizajes de lo que estamos viviendo y nos preparemos para lo que viene de inmediato. Si se trata de una guerra, pues identifiquemos con claridad al enemigo y sepamos bien quiénes están en nuestro bando. Como veremos, el enemigo no es el virus.
La crisis es un fenómeno social, no biológico
La crisis es un hecho objetivo, indiscutible. Lo es también la existencia de un virus que ataca a los seres humanos. No obstante, la forma en que ese virus se expande y los estragos asociados a su expansión, no pueden explicarse por la sola existencia del COVID19. El virus no explica la crisis. El mismo virus en un tipo de sociedad distinto, tendría efectos diferentes. El éxito o el fracaso de las medidas adoptadas por un país u otro es evidencia de ello. La crisis es, pues, social y debe ser explicada socialmente.
La tarea es difícil pues no es posible la distancia histórica. Estamos viviendo los acontecimientos. No obstante, hay un efecto dialéctico en todas las crisis y que podemos aprovechar. Los relatos ideológicos habituales y las instituciones vigentes, que tienden a ocultar los aspectos problemáticos de la realidad social, son llevados al límite. Los antagonismos saltan a la vista. Lo que dábamos por sentado de pronto es puesto en cuestión.
Siguiendo esta pista, es posible distinguir dos niveles o capas en nuestro análisis. El primero es el sistema económico global. Lo económico es central pues el reto principal que impone la pandemia es el de asegurar recursos suficientes para mantener la vida y para proteger la salud. Por supuesto, la alusión a este aspecto tiene poco que ver con la visión económica convencional. No es un problema de mercado, sino de organización social de la producción y de la apropiación de lo producido.
El segundo nivel, de menor escala, es nacional. El sistema global tiene expresiones nacionales específicas, determinadas por múltiples variables como el Estado, la cultura, las relaciones de fuerzas, la matriz productiva, etc. En este nivel nacional toma forma el sistema global. En otros términos, la sociedad peruana no puede entenderse si no es como una expresión específica, con particularidades domésticas, de la sociedad global. Veamos qué encontramos al hacer un recorrido rápido entre la diversidad de aspectos de la crisis que vivimos.
La negación del bienestar general como punto de partida
El sistema económico en el que vive la enorme mayoría de la humanidad es el sistema capitalista. Este es un hecho tan objetivo como la existencia del virus mismo. Estimado lector, sospeche usted del economista que quiera negarlo, del mismo modo en que dudaría de un médico que niegue la realidad del COVID19. Partir de este hecho es vital pues permite notar que uno de los pilares de este sistema es la razón primordial por la que el virus ha sido tan difícil de controlar. La sociedad capitalista pone en el centro el interés privado y aquel principio es la negación del bienestar general.
Esta no es solamente una preocupación moral. La organización social capitalista destina todos los recursos de la sociedad a la acumulación privada. El papel redistributivo de los Estados es auxiliar y cada vez más limitado, de modo que no niega esa realidad. La fuerza de trabajo disponible, los recursos naturales y todo el conocimiento se encuentran al servicio de procesos que tienen como punto de llegada el crecimiento del capital.
Hoy el lucro privado, la acumulación creciente de capital y la competencia mueven la maquinaria económica. Esta es, dicho sea de paso, la explicación central detrás de la necesidad del crecimiento económico constante. La fantasía difundida por los teólogos del libre mercado es que esta lógica traerá automáticamente el bienestar general una vez se alcance el equilibrio de todos los egoísmos. Como es usual, las crisis echan abajo esas alucinaciones.
Basta con notar cómo la primera reacción de la mayoría de países ha sido apelar al Estado para que encuentre soluciones, abandonando el fundamentalismo neoliberal (al menos temporalmente). Ha sido muy común el recurso a la retórica de guerra. La razón es simple. Ante un virus que amenaza a toda la sociedad, la intuición manda que todos los recursos de la sociedad se pongan a disposición de esa lucha. Si hay alimentos, que se usen para que la gente coma. Si hay respiradores mecánicos, que estén a disposición de todos los que enfermen. Se impone pensar en el colectivo. Las respuestas de mercado son, pues, inútiles, tanto como las salidas individuales.
No obstante, esa apelación desesperada al Estado encuentra a un aparato público anulado desde el inicio. Es así porque el Estado de la sociedad capitalista no es otra cosa que expresión de esa sociedad. Tenga mayor o menor capacidad de intervención en la economía, depende materialmente de la acumulación de capital, tiene instituciones hechas para garantizar el enriquecimiento privada y es producto de las relaciones de fuerza de una sociedad donde la clase capitalista tiene la última palabra en la economía y -casi siempre- también en la política.
Dicho de otro modo, el Estado no es capaz de poner en el centro una racionalidad colectiva que asegure el bien común y al tratar de hacerlo se encuentra con límites infranqueables. No es casual que los países centrales del capitalismo, incluso aquellos que han mantenido aspectos del Estado de bienestar de posguerra, se hayan visto rápidamente sobrepasados por el virus. Esto podemos notarlo al revisar las características de la crisis en aspectos como la salud, el empleo y la alimentación.
La salud como mercancía
En la retórica militar, los médicos y enfermeras se encuentran en la primera línea de combate. El virus interpela de forma directa a los sistemas de salud. Es cierto que afrontar la pandemia requiere de forma muy específica de ventiladores mecánicos, equipamientos propios de los cuidados intensivos, pruebas de descarte y equipos de protección sanitaria para el personal médico. Esa necesidad tiene dimensiones que están por encima de lo previsible en condiciones normales y aquello pone en problemas a cualquier país.
Sin embargo, la mayoría de países han tenido que enfrentar el problema de contar con sistemas de salud altamente heterogéneos, precarizados por la presión constante del sector privado. Esto es más claro en los países de la periferia, como el Perú. Aquí el sistema público tiene niveles de precariedad sumamente altos que hacen del colapso su condición normal. Es común, hace muchos años, escuchar que hacen falta camas de emergencia, que pacientes mueren por falta de atención y que no hay equipamiento básico ni siquiera para cirugías simples.
Esa precariedad es el principal incentivo que aprovecha la salud privada para tener mercado. Seguros, clínicas, laboratorios, farmacias y funerarias han acumulado jugosas ganancias con el negocio de la salud, gracias al temor que genera el sistema público y su poca capacidad de atención. Esta colonización de la salud por la lógica capitalista, que la convierte en una mercancía como cualquier otra, no solo tiene como resultado que el acceso a la salud deje de ser universal y su acceso sea profundamente desigual; conlleva también que los intentos de reforma se enfrenten con poderosos lobbies y que el propio sistema público se corrompa.
La compra de insumos médicos, la tercerización de servicios, el uso de determinadas medicinas, etc., son oportunidades de negocio y como tales son aprovechadas por la competencia capitalista, que no tiene problema alguno en recurrir a sobornos o a infiltrar a sus agentes en los ámbitos de la burocracia donde se toman decisiones. Es hora de entender que la corrupción es un problema sistémico, no moral.
Del mismo modo, el abandono del personal médico en el sistema público es un incentivo para que el mismo personal se desempeñe en el sector privado intentando compensar sus bajos ingresos y reproduciendo, según sus posibilidades, la misma lógica de acumulación. Es común que los médicos de clínicas reciban comisiones por los exámenes que ordenan realizar o por los medicamentos que prescriben y que realicen operaciones onerosas sin ser necesarias. Los incentivos al beneficio propio hacen funcionar toda la cadena y llevan a que el pequeño se sienta igual al grande, depredando todo lo que está a su alcance.
El primer síntoma: el desempleo
Lo que ha sucedido con el empleo confirma mejor que cualquier otro ejemplo la naturaleza del problema entre manos. Las medidas de aislamiento social, en la forma de cuarentenas, obligan a los trabajadores a retirarse del proceso productivo. Esto sucede con la enorme mayoría. Ante ello, la reacción inmediata de los empresarios ha sido el otorgamiento de vacaciones anticipadas, la suspensión sin pago, el despido o el recorte salarial.
¿Por qué? La razón detrás es que, sin trabajo, no puede generarse valor y sin él no es posible la ganancia. No es rentable pagar a trabajadores que no producen.
Esa ha sido la tendencia en todos los países y si bien es posible que en algunos casos su impacto haya sido menor, lo ha sido por la existencia de regulaciones específicas y no sin presión empresarial por acabar con ellas. Sin ningún tipo de regulación, los propietarios de capital preferirían no gastar ni un solo sol o dólar en pagar trabajadores.
Esta fuerte presión por resguardar la rentabilidad en detrimento de los trabajadores responde a que, para la economía capitalista, el trabajador no es más que una mercancía que tiene un precio y un uso. Para la racionalidad capitalista, pagar a un trabajador que no trabaja es tan absurdo como pagar un almuerzo que no podemos comer.
El problema de esto es que el trabajador sin pago no puede soportar mucho tiempo, pues depende del salario para vivir. Los propietarios de capital, por el contrario, tienen recursos suficientes, sobre todo en las grandes empresas, para esperar mucho tiempo sin producir. Se da el caso, entonces, de que la gran masa de trabajadores, que son los productores de la riqueza, se ven empujados al hambre pues quienes han apropiado esa riqueza en sus manos -y que no fue producida por ellos-, ven irracional distribuirla.
Si las medidas de cuarentena son difíciles de sostener, sobre todo en países de la periferia como el Perú, no es tanto por el impacto psicológico del encierro, que no es menor. Lo es, sobre todo, porque ante la falta de dinero para comer, la inanición es un mal más certero que el virus y muchos se ven obligados a buscar ingresos del modo que sea.
Algo similar sucede con quienes ya formaban parte de la economía marginal, dedicados al autoempleo: comercio ambulatorio, transporte informal, etc. Son los sectores de la clase trabajadora que el capital no requiere y que, en su búsqueda permanente por rentabilidad, tiende a hacer crecer engrosando sus filas con los trabajadores que va dejando atrás con cada innovación tecnológica.
En países como el nuestro, el polo marginal de nuestra economía es extenso pues en la lógica global de acumulación, somos importantes por nuestras materias primas y en su extracción se emplea muy poca gente. La existencia de esta llamada población “vulnerable” no es otra cosa que el efecto del desarrollo normal del sistema capitalista y si la vulnerabilidad aumenta por efecto de esta crisis, con los despedidos por el capital, será por la misma causa.
De hecho, en la mayoría de países del mundo, la crisis encuentra a sus trabajadores con inestabilidad laboral, con salarios bajos, sin sindicatos que los defiendan o en la calle, inventándose un trabajo. Todo ello es por efecto de la presión capitalista permanente por flexibilizar el mercado laboral y liquidar al movimiento sindical.
La mala conciencia de la tecnocracia al preocuparse por los pobres y los vulnerables, no es más que la de quien se compadece de la persona que acaba de maltratar y se agacha para limpiarle un poco las heridas. Por supuesto, su empatía termina cuando se propone redistribuir los excedentes para otorgar bonos universales (a menos, claro, que se financien con deuda y entonces el capital financiero internacional sea el que gane y el pueblo sea el que pague).
Cuando hay alimentos, pero gente sin comer
Como vimos, el primer y más inmediato efecto de la cuarentena se siente en el ingreso. Su impacto en la alimentación es directo, pues la vida se resuelve en el mercado. Por lo menos en el ámbito urbano (y cada vez más en el rural), sin dinero no es posible obtener medios de vida; es decir, obtener qué comer. Este es un aspecto medular de la crisis. Si no se garantiza el alimento, no se puede garantizar la cuarentena ni el cuidado de la salud. De hecho, la vida misma no es posible.
La cuestión tiene dos aspectos a considerar. Debe garantizarse que los alimentos se produzcan y que la gente acceda a ellos para alimentarse. La intuición diría que la producción de alimentos se priorice y se aseguren mecanismos de distribución para que la población sobreviva. Es lo que haríamos para sostener nuestra familia. Pero aquella intuición, propia de una racionalidad colectiva que pone en el centro el bienestar general, resulta absurda para la racionalidad capitalista, guiada por el afán de acumulación privada.
En la sociedad capitalista la distribución se resuelve en el mercado. Se produce para vender, no para satisfacer necesidades generales, y acceden a los productos solo quienes tienen dinero. Eso explica la irracional imagen de supermercados llenos de alimentos y gente con hambre fuera de ellos o la existencia de casas vacías y gente durmiendo en la calle. Esta es la normalidad capitalista y existen diversos discursos ideológicos que logran ocultar sus causas, pero en tiempos de crisis la realidad emerge con diáfana claridad.
La pandemia, curiosamente, obliga a hacer visibles a los invisibles de siempre. Dado que el virus puede ser contagiado a través de cualquier ser humano vivo (o recién muerto) la clase dominante y sus representantes políticos se han visto obligados a descubrir a sus propios pobres y a dar algún tipo de respuesta al hambre. En Lima el alcalde de pronto cayó en la cuenta de que existían indigentes y el gobierno central, del mismo modo, notó súbitamente que debía darse bonos para que la población más pobre se alimente.
Pero no solo el carácter temporal de las medidas muestra su nula comprensión del problema, pues seguramente los bonos serán pronto retirados y los indigentes echados de nuevo a la calle, sino que la producción y el acceso a los alimentos es gobernada por la lógica de mercado. En palabras simples: el que produce, el que distribuye y el que vende, quieren ganar. Esto trae varios problemas.
Podría haber hambre habiendo alimentos, si el que quiere comprar no paga lo requerido, y también podría suceder que los que sí tienen para pagar, acaparen los productos, generando escasez o elevando los precios. Todo esto ya lo hemos visto. Del mismo modo, los intermediadores y los vendedores, ante una escasez real o ficticia, podrían tener el incentivo para guardar la producción y así aumentar los precios o, simplemente, vender más caro. También, el incentivo al lucro puede llevar a que los actores de la cadena relajen los protocolos de salud, pues representan costos.
A eso sumemos que los consumidores deben ir físicamente a los centros de venta ante la inexistencia de mecanismos generales de distribución. En resumen, la lógica de mercado y el afán de lucro distorsionan el principio básico que debería primar en una emergencia que requiere atender al bienestar general: que se produzcan alimentos para que la población coma.
En ello, el sistema capitalista muestra su total ineficiencia. No existe tal equilibrio de los egoísmos, como fantasean los seguidores de Friedman. Lo que existe es la depredación del bien común. Y, por supuesto, ninguna medida de cuarentena podrá funcionar con este problema de por medio.
¿La vida no será como antes?
Es común escuchar que la pandemia cambiará de manera fundamental la forma en que vivimos hoy. En el Perú, el presidente ha dicho más de una vez que la crisis ha permitido ver todo aquello que debe cambiar y una comisión de científicos sociales, convocada por el Ministerio de salud, ha publicado un documento donde muestra sus esperanzas por la constitución de una “nueva convivencia”.
Por supuesto, es difícil, si no imposible, hacer predicciones sociales, pero hay razones de peso para pensar que no habrá cambios drásticos en el futuro inmediato si los cimientos estructurales de esta crisis no son alterados. Hablemos del caso peruano. Comencemos considerando la agenda inmediata del gobierno central: la gestión de la crisis y la reactivación económica.
Ante la poca voluntad del gobierno por cuidar el empleo y brindar un bono universal a la población, que permita que el aislamiento social sea radical, la cuarentena ha fracasado en sus pretensiones y el sistema de salud ha colapsado. La respuesta a ese fracaso ha sido echar la culpa a los ciudadanos por no tomarse en serio el aislamiento y argumentar que el Estado padece de problemas estructurales heredados.
En medio de la resignación general, los grupos de poder económico, que ya habían logrado subsidios públicos y permisividad para violentar derechos laborales, han obtenido también que se anuncie un plan de reactivación. Esta reactivación económica enfrentará tres problemas. Uno es la contracción del consumo interno, el segundo la menor demanda internacional y el tercero la incertidumbre. La economía a reactivar lo hará, pues, en un contexto de crisis.
Lo importante a notar aquí es que esa crisis buscará ser resuelta en las mismas reglas de juego capitalistas que ya he descrito, sumadas a las reglas de juego neoliberales: ese conjunto de instituciones y normas que definen el manejo económico peruano desde los años noventa. Podemos predecir, entonces, con seguridad, que no serán los trabajadores los protagonistas ni sus necesidades la prioridad. Será exactamente al revés.
Las empresas que vean reducido su mercado tenderán a despedir o a reducir salarios para resguardar su rentabilidad. Presionarán al gobierno por relajar los protocolos de seguridad y salud, pues resultan costosos. Aprovecharán el temor al despido para aumentar las jornadas laborales. Intentarán liquidar a los sindicatos usando a su favor las restricciones a la acción colectiva y la poca eficiencia de la amenaza de huelga, por el temor de los propios trabajadores al cierre de las empresas.
Del mismo modo, los gremios empresariales arreciarán sus intentos por acelerar la aprobación de medidas de flexibilización laboral, por lograr beneficios tributarios y por imponer medidas menos restrictivas para sacar adelante proyectos de inversión en minería. A esas presiones se sumarán las que vengan de la banca internacional para que el Perú honre sus compromisos, tras el endeudamiento público que ha aumentado durante la cuarentena.
Y, como conocemos bien, esa deuda la pagarán los mismos trabajadores perjudicados por la presión empresarial interna. La historia del capitalismo ha experimentado múltiples crisis y los peruanos hemos vivido esas mismas crisis de forma más dura. En toda esa historia, es el pueblo trabajador el que ha pagado las consecuencias y ha asumido los mayores riesgos. ¿En qué va a ser diferente la vida, entonces?
Decir que, porque usaremos mascarillas durante un tiempo, tendremos temor a las interacciones cara-cara y recurriremos más a las tecnologías de la información habrá cambios sustanciales en nuestro estilo de vida es de una superficialidad escandalosa. Esperar que gobiernos comprometidos con el poder empresarial de pronto tomen conciencia y, plenos de empatía y amor, realicen reformas que quiebren ese poder para mejorar la vida de sus ciudadanos, es aún más ingenuo.
Solo podremos esperar cambios de algún tipo si cambian las bases sociales de esta crisis. Esas bases se encuentran en el sistema capitalista, su forma contemporánea de acumulación y las relaciones de poder que definen la política de nuestros países. De hecho, el propio sistema podría salir fortalecido en el mediano plazo al haber eliminado a una cantidad importante de los adultos mayores, de los que no puede obtener plusvalor y que para su racionalidad significan un costo solo aceptado por convenciones sociales extra económicas.
Es probable, asimismo, que el susto inicial de los ricos al contagio disminuya progresivamente en tanto estos se aseguren mejores mecanismos de seguridad sanitaria y acceso privilegiado a vacunas y tratamientos. En el mediano plazo podría pasar con la COVID19 lo que con la tuberculosis: ser una enfermedad de pobres, con las que lidiará el diezmado y precario sistema público y que eliminará a las personas que el capital no necesita más.
Y así como el miedo de los ricos se convirtió en un llamado desesperado al Estado a fortalecer su rol en la sociedad, el miedo de la población a contagiarse podría justificar a una autoridad central fuerte que acentúe sus rasgos represivos contra “los enemigos”: informales que no respetan protocolos, gente que protesta, críticos a las políticas de reactivación, etc. Los medios de comunicación ya tienen hoy ese tipo de discurso. No olvidemos que las crisis capitalistas engendraron el fascismo.
Estas podrían ser las tendencias inmediatas, por demás sombrías, si no se alteran las bases sociales de esta crisis. Por supuesto, la tecnocracia social y los políticos institucionales no podrán proponer nada que cuestione realmente esas bases, pues sus compromisos con ella son mayúsculos y minúscula su capacidad de ver más allá de esas condiciones.
Cualquier intento de salida de la crisis que sea en beneficio duradero de la mayoría de la sociedad, tendrá que tener, pues, una orientación anti-capitalista; es decir, socialista. Se puede discutir mucho sobre las acciones específicas que supondría tal orientación, pero lo cierto es que estaremos en esa senda cuando sea la masa del pueblo trabajador, conformada por aquellos que no tienen millones en las cuentas bancarias y reclaman el derecho a vivir con dignidad, la que decida el rumbo de la economía y la sociedad, poniendo en el centro el bienestar general.
Como toda crisis, los antagonismos de clase saltan a la luz. El peso que cae hoy sobre los trabajadores no es una abstracción ideológica, sino una realidad objetiva y salvaje, y será cada vez mayor en el corto plazo. Ahí, sin duda, hay una oportunidad para que los trabajadores tomemos conciencia de nuestros comunes intereses y nuestros comunes enemigos; y también de la urgencia de nuestro avance. Entonces sí hablaremos de una nueva convivencia. Entonces sí estaremos luchando contra el peor de los virus que nos amenaza y que no es un enemigo invisible.